
Su pelo negro revuelto, sus manos perdidas entre un mar de pura sensualidad, sus ojos brillantes como dos pequeñas estrellas caídas del cielo. Sus pies jugaban con delicadeza. El rojo tenía sus mejillas. Ella sonreía y él con ella. No querían que aquella noche se acabara, querían hacerla eterna. Cada hora sobre su piel se convertía en un segundo.
Pequeñas gotitas de sudor caían en sus ombligos y formaban charquitas de amor que pronto se evaporarían. Le gustaba susurrarle cosas al oído, promesas que probablemente nunca se cumplirían pero que les gustaba soñar con ellas, pensar que un día se podrían hacer realidad. Le gustaba hacerle sentir especial, decirle cada instante de su vida que la amaba. Miles de caricias recorrían sus piernas. Dedos juguetones que hacían corazones de ternura sobre el pecho. Dos personas, unidas en cuerpo y alma que formaban un solo ser, invencible, capaz de aguantar cualquier tormenta.
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